Sólo veía arboles. Y mientras sentía que caía, el espacio parecía suspenderse, la velocidad también. Pero el tiempo avanzaba sin control. Todo este movimiento lo desconcertaba. El paracaídas no se abría, se comenzaba a desesperar. Decidió cerrar los ojos para olvidarse por un momento de todo eso; y para sentir entre toda la angustia, el placer que le causaba por fin cumplir un sueño de toda la vida. Aunque ese momento no se parecía mucho a lo que él habría esperado, sabía que iba a caer, y que en ese preciso momento; iba a morir. El tiempo se detenía lentamente, pero él no se podía dar cuenta de ese detalle.
Seguía cayendo. El panorama era blanco, pensó que tal vez habría muerto, sabía que en cualquier momento aparecería su madre, que había muerto 22 años atrás en un accidente de carro, abrazándolo, y acariciándole la cabeza como lo hacía cuando él tenía 8 años, cuando le contaba un cuento, antes de dormir. A su padre no lo quería ver, pero tal vez también lo encontraría, era él quien había matado a su mamá en el accidente de carro: estaba manejando ebrio.
Mientras imaginaba todo esto, siguió cayendo…ahora habían edificios. Definitivamente estaba vivo. Estaba muchos metros más arriba de los rascacielos de Nueva York, de esa fría ciudad donde él se había labrado un nombre, un lugar en el medio. Lo que le costó años conseguir, estaba a punto de terminar. Sintió un poco de pena, dejaba mucho por vivir. Sólo tenía 30 años, tenía una esposa, y un hijo que todavía no sabía hablar.
Siguió el descenso, ahora sí estaba a la altura de los edificios de Nueva York, y como por arte de magia, siguió cayendo. La caída era eterna.
Seguía cayendo,
Seguía cayendo,
A algunos metros del suelo, cerró los ojos para no volver a abrirlos más.
Para su sorpresa, no murió, cayó sobre unos árboles, y un pequeño cuerpo amortiguó el rebote al suelo. Se reincorporó. Estaba herido, pero no muerto.
Dentro de todo, seguía triste; ya no vería a su mamá. Pero dentro de esa tristeza, había cierta alegría porque ya no vería a su padre.
Se paró, para ver sobre qué era lo que había caído. Era un bebé.
Lo miró de cerca: era su hijo.
No lloró. Sentía pena y frustración, se sentía asesino. Asesino de su propio hijo…pero por alguna razón, las lágrimas no brotaban.
Corrió a su casa, ansiando con las pocas fuerzas que le quedaban que su hijo estuviera durmiendo en la cuna mientras su esposa le cantaba una canción.
Llegó a la casa, no tenía llaves. Pero la puerta estaba abierta. Entró sin fuerzas. No encontró al bebé, pero tampoco a su esposa. Intentó llamarla al celular, pero el buzón de mensajes del teléfono estaba lleno.
Tuvo que escuchar uno a uno los mensajes, para borrarlos y poder por fin llamar a su mujer.
No le prestó mucha atención a los mensajes; eran sus amigos del trabajo invitándolo a una reunión, otro mensaje era de su prima informándole que estaría en Nueva York la semana siguiente y pidiéndole que la aloje. Finalmente, había uno importante; era de su mujer: -
“Amor, fui a buscarte al trabajo pero no te encontré. Quería contártelo en
persona, pero las ganas pueden más. Escucha esto: hoy el bebé dijo su primera
palabra. Te mueres si sabes cuál fue, dijo: “papá” “